Como Platón y Sócrates,
Aristóteles sostiene que la virtud
nos ayuda a buscar la felicidad
y esa es la base de la ética.
A diferencia de Platón y Sócrates,
Aristóteles enseña que la virtud
no viene directamente del conocimiento,
sino que requiere el hábito,
que la felicidad no es un estado
sino una actividad,
y que el placer
no es la felicidad
sino una consecuencia de la virtud.
ARISTÓTELES a Nicómaco
Libro primero, capítulo II
El fin supremo del hombre es la felicidad
(…) No es, en nuestra opinión, un error completo formarse una idea del bien y de la felicidad en vista de lo que pasa a cada uno en su vida propia. Y así las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es el placer, y he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales. Efectivamente no hay más que tres géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de que acabamos de hablar; después la vida política o pública; y por último, la vida contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres, si hemos de juzgarlos tales como se muestran, son verdaderos esclavos, que escogen por gusto una vida propia de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es, que los más de los que están en el poder sólo se aprovechan de este para entregarse a excesos dignos de un Sardanápalo (…) la virtud es el verdadero fin del hombre (…)
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo III
De la Idea general de la felicidad (…) Añadamos, que el bien puede presentarse bajo tantas acepciones diversas como el ser mismo; y así el bien en la categoría de la sustancia es Dios y la inteligencia; en la categoría de la cualidad, es la virtud; en la de la cuantidad, es la medida; en la de la relación, es lo útil; en la del tiempo, es la ocasión; y en la de lugar, es la posición regular, y lo mismo sucede con todas las demás categorías. Por lo tanto el bien evidentemente no es una especie de universal común a todas; no es uno, porque si lo fuese, no se le encontraría en todas las categorías, y estaría exclusivamente en una (…)
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo IV
El bien en cada género de cosas es el fin en vista del cual se hace todo lo demás (…) en una palabra, lo perfecto, lo definitivo, lo completo, es lo que es eternamente apetecible en sí, y que no lo es jamás en vista de un objeto distinto que él. He aquí precisamente el carácter que parece tener la felicidad; la buscamos siempre [15] por ella y sólo por ella, y nunca con la mira de otra cosa. Por lo contrario, cuando buscamos los honores, el placer, la ciencia, la virtud, bajo cualquier forma que sea, deseamos sin duda todas estas ventajas por sí mismas; puesto que, independientemente de toda otra consecuencia, desearíamos realmente cada una de ellas; sin embargo, nosotros las deseamos también con la mira de la felicidad, porque creemos que todas estas diversas ventajas nos la pueden asegurar; mientras que nadie puede desear la felicidad, ni con la mira de estas ventajas, ni de una manera general en vista de algo, sea lo que sea, distinto de la felicidad misma (…) entendemos por independencia aquello que, considerado aisladamente, basta para hacer la vida aceptable, sin que tenga necesidad de ninguna otra cosa; y esto es precisamente lo que en nuestra opinión constituye la felicidad. Digamos además, que la felicidad, para ser la cosa más digna de nuestro deseo, no tiene necesidad de sumarse con ninguna otra (…) Por consiguiente, la felicidad es ciertamente una cosa definitiva, perfecta, y que se basta a sí misma, puesto que es el fin de todos los actos posibles del hombre (…) así como el ojo, la mano, el pié, y en general toda parte del cuerpo, llenan evidentemente una función especial, ¿debemos creer, que el hombre, independientemente de todas estas diversas funciones, tiene una que le sea propia? ¿Pero cuál puede ser esta función característica? Vivir es una función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente especial al hombre; siendo preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y de desenvolvimiento. Enseguida viene la vida de la sensibilidad, pero esta a su vez se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey y, en general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta, pues, la vida activa del ser dotado de razón. Pero en este ser debe distinguirse la parte que no hace más que obedecer a la razón, y la parte que posee directamente la razón y se sirve de ella para pensar (…) Y así, lo propio del hombre será el acto del alma conforme a la razón, o por lo menos el acto del alma, que no puede realizarse sin la razón (…) Por consiguiente, el bien propio del hombre es la actividad del alma dirigida por la virtud; y si hay muchas virtudes, dirigida por la más alta y la más perfecta de todas. Añádase también, que estas condiciones deben ser realizadas durante una vida entera y completa; porque una sola golondrina no hace verano, como no le hace un sólo día hermoso; y no puede decirse tampoco, que un sólo día de felicidad, ni aun una temporada, baste para hacer a un hombre dichoso y afortunado (…)
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo VI
Justificación de la definición de la felicidad dada más arriba (…) Divididos los bienes en tres clases: bienes exteriores, bienes [19] del alma y bienes del cuerpo, los del alma son a nuestros ojos los que llamamos más especial y excelentemente bienes (…) se confunde ordinariamente al hombre feliz con el que se conduce bien y logra sus propósitos; y lo que entonces se llama felicidad, es una especie de fortuna y de honradez. Y así, todas las condiciones requeridas habitualmente como constitutivas de la felicidad, se reúnen en la definición que hemos dado; porque para unos la felicidad es la virtud; para otros es la prudencia; para estos es la sabiduría; para aquellos es todo esto junto o algo de esto a que se une el placer, o por lo menos que no está privado de él (…) los que obran bien son los únicos que pueden aspirar en la vida a la gloria y a la felicidad. Por lo demás, la existencia de estos hombres que obran bien, está naturalmente llena de encantos. Sentirse encantado es un fenómeno, que se refiere exclusivamente al alma, y un objeto tiene para nosotros encantos cuando decimos de él que le amamos: el caballo, por ejemplo, encanta al que ama los caballos; el teatro encanta al que ama las representaciones (…) y en general, los actos virtuosos encantan al que ama la virtud. Si los placeres del vulgo son tan diferentes y tan opuestos entre sí, es porque no son por su naturaleza verdaderos placeres. Las almas cultas, que aman lo bello, sólo gustan de los placeres que por su naturaleza son placeres verdaderos, y lo son tales todas las acciones conformes a la virtud, que agradan a estos corazones bien nacidos, y les agradan únicamente por sí mismas. Además, la vida de estos hombres generosos no tiene necesidad, absolutamente hablando, de que el placer se una a ella, como una especie de apéndice y de complemento, puesto que lleva el placer en sí misma; porque independientemente de todo lo que acabamos de decir, puede añadirse, que el que no encuentra placer en las acciones virtuosas, no es verdaderamente virtuoso, lo mismo que no se puede llamar justo al que no se complace en practicar la justicia, ni liberal al que no se complace en actos de liberalidad, y así de todos los demás (…) al parecer son indispensables estos útiles accesorios para la felicidad (amigos, la riqueza, la influencia política, nobleza, una familia feliz, la belleza) y he aquí por qué se confunde muchas veces la fortuna con la felicidad, como otras se confunde con la virtud
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo VII
La felicidad no es un efecto del azar; es a la vez un don de los dioses y el resultado de nuestros esfuerzos (…) la felicidad es en cierta manera accesible a todos, porque no hay hombre a quien no sea posible alcanzar la felicidad, mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho completamente incapaz de toda virtud (...) sería un absurdo inconcebible imaginar, que lo más grande y lo más bello que hay en el mundo esté entregado al azar (…) La felicidad, hemos dicho, es cierta actividad del alma conforme a la virtud (…) Y así no podemos llamar dichosos ni a un caballo, ni a un [23] buey, ni a cualquiera otro animal, porque ninguno de ellos es capaz de la noble actividad que asignamos al hombre. Por la misma razón debe decirse, que el niño no es dichoso, porque su edad no le consiente aún llevar a cabo las acciones que constituyen la felicidad; y los niños, a quienes se aplica algunas veces esta expresión, sólo puede llamárseles dichosos a causa de la esperanza que inspiran, puesto que para la verdadera felicidad se necesitan, como dijimos antes, dos condiciones: una virtud completa y una vida completamente desarrollada (…)
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo VIII
La virtud es la verdadera felicidad (…) No es en la fortuna donde se encuentran la felicidad o la desgracia, estando la vida humana expuesta a estas vicisitudes inevitables, como ya hemos dicho; sino que son los actos de virtud los únicos que deciden soberanamente de la felicidad, como son los actos contrarios los que deciden del estado contrario (…) entre todos los hábitos virtuosos, los que hacen más honor al hombre son también los más durables, precisamente porque en vivir con ellos se complacen con más constancia las personas verdaderamente afortunadas; y he aquí evidentemente la causa de que no olviden jamás el practicarlos. Así, pues, la perseverancia que buscamos es la del hombre dichoso; él la conservará durante toda su vida y sólo practicará y tomará en cuenta lo que conforma con la virtud, o por lo menos, se sentirá ligado a ello más que a todas las demás cosas; y soportará los azares de la fortuna con admirable sangre fría. El que dotado de una virtud sin tacha, es, si así puede decirse, cuadrado por su base, sabrá resignarse siempre con dignidad a todas las pruebas. Siendo los accidentes de la fortuna muy numerosos y teniendo una importancia muy diversa, ya grande, ya pequeña, los sucesos poco importantes, lo mismo que las ligeras desgracias, apenas ejercen influjo en el curso de la vida. Pero los acontecimientos grandes y repetidos, si son favorables, hacen la vida más dichosa; porque contribuyen naturalmente a embellecerla, y el uso que se hace de ellos da nuevo lustre a la virtud. Si, por lo contrario, no son favorables, interrumpen y empañan la felicidad; porque nos traen consigo disgustos, y en muchos casos sirven de obstáculo a nuestra actividad. Pero en medio de estas pruebas mismas la virtud brilla con todo su resplandor, cuando un hombre con ánimo sereno soporta grandes y numerosos infortunios, no por insensibilidad, sino por generosidad y por grandeza de alma. Si los actos virtuosos deciden soberanamente de la vida del hombre, como acabamos de decir, jamás el hombre de bien, que sólo reclama la felicidad de la virtud, puede hacerse miserable, puesto que nunca cometerá acciones reprensibles y malas. A nuestro parecer, el hombre verdaderamente sabio, el hombre verdaderamente virtuoso, sabe sufrir todos los azares de la fortuna sin perder nada de su dignidad; sabe sacar siempre de las circunstancias el mejor partido posible, como un [26] buen general sabe emplear de la manera más conveniente para el combate el ejército que tiene a sus órdenes (…) No se le arrancará fácilmente su felicidad; no bastarán para hacérsela perder infortunios ordinarios; sino que será preciso para esto, que caigan sobre él los más grandes y repetidos desastres.
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo X
La felicidad no merece nuestras alabanzas: merecería más bien nuestro respeto Después de las aclaraciones que preceden, examinemos si conviene colocar la felicidad entre las cosas que merecen nuestras alabanzas, o si deberá clasificársela entre las que merecen nuestro respeto (…) Así se alaba al hombre justo, al hombre valiente, y, en general, al hombre de bien y a la virtud, a causa de sus actos y de los resultados que ellos producen; así se alaba al hombre vigoroso, al hombre ligero en la carrera, y a cada uno en su género, porque tienen cierta disposición natural (…) En cuanto a nosotros resulta evidentemente de lo que acabamos de decir, que la felicidad es una de estas cosas que merecen nuestro respeto y que son perfectas. Para concluir, añadiremos que lo que le da aún este carácter es que es un principio; porque sólo en vista de la felicidad hacemos todo lo que hacemos, y lo que para nosotros es principio y causa de los bienes que buscamos, debe ser a nuestros ojos algo profundamente respetable y divino.
Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo XI
Para darse cuenta de la felicidad es preciso estudiar la virtud que la produce Puesto que la felicidad, según nuestra definición, es cierta actividad del alma dirigida por la virtud perfecta, debemos estudiar la virtud (…) Por lo tanto, estudiemos la virtud, pero la virtud puramente humana, porque sólo buscamos el bien humano y una felicidad humana. Cuando decimos la virtud humana, entendemos la virtud del alma, y no la del cuerpo, porque para nosotros, como queda dicho, la felicidad es una actividad del alma (…) distinción de las dos partes del alma: la una que está dotada de razón, y la otra que está privada de ella (…) Así la parte irracional del alma parece que es también doble. En efecto, mientras que la facultad vegetativa no participa nada de la razón, la parte apasionada, y más generalmente la parte instintiva, participa de ella hasta cierto punto en el sentido de que puede escuchar la razón y obedecerla, a la manera que nosotros deferimos a la razón de un padre, a la de nuestros amigos, sin que por eso nos sometamos en este caso del modo que nos sometemos a las demostraciones matemáticas. Lo que prueba también que esta parte irracional puede dejarse conducir por la razón, es que se dan consejos a las gentes, y que en muchas ocasiones se les dirige indistintamente reprendiéndolos o animándolos. Pero si puede decirse también que esta parte secundaria está dotada de razón, será preciso reconocer que la parte racional del alma es igualmente doble, y deberá distinguirse la parte que posee la razón en propiedad y por sí misma, y la parte que escucha la razón como se escucha la voz de un padre benévolo. La virtud en el hombre nos presenta asimismo distinciones fundadas en esta diferencia; y así entre las virtudes, llamamos a unas virtudes intelectuales y a otras virtudes morales. La sabiduría o la ciencia, el ingenio, la prudencia, son virtudes intelectuales; la generosidad y la templanza son virtudes morales (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo primero
De la distinción de las virtudes en intelectuales y morales. La virtud y el hábito Siendo la virtud de dos especies, una intelectual y otra moral, aquella resulta casi siempre de una enseñanza a la que debe su origen y su desenvolvimiento; y de aquí nace que tiene necesidad de experiencia y de tiempo. En cuanto a la virtud moral nace más particularmente del hábito y de las costumbres (…) Basta esto para probar claramente que no hay una sola de las virtudes morales que exista en nosotros naturalmente. Jamás las cosas de la naturaleza pueden por efecto del hábito hacerse distintas de lo que ellas son: por ejemplo, la piedra, que naturalmente se precipita hacia el suelo, nunca podrá adquirir el hábito de ascender hacia arriba, aunque un millón de veces se la lance en este sentido (…) Tenemos un patente ejemplo de esto en nuestros sentidos. No es a fuerza de ver ni a fuerza de oír como adquirimos los sentidos de la vista y del oído (…) no adquirimos las virtudes sino después de haberlas previamente practicado. Con ellas sucede lo que con todas las demás artes; porque en las cosas que no se pueden hacer sino después de haberlas aprendido, no las aprendemos sino practicándolas; y así uno se hace arquitecto, construyendo; se hace músico, componiendo música. De igual modo se hace uno justo, practicando la justicia; sabio, cultivando la sabiduría; valiente, ejercitando el valor (…) Toda virtud, cualquiera que ella sea, se forma y se destruye absolutamente por los mismos medios y por las mismas causas que uno se forma y desmerece en todas las artes (…) Lo mismo sucede también con los resultados de nuestras pasiones o de nuestros arrebatos entre los hombres; los unos son moderados y dulces, los otros son intemperantes y dados a excesos (…) las cualidades sólo provienen de la repetición frecuente de los mismos actos. He aquí cómo es preciso dedicarse escrupulosamente a practicar solamente actos de cierto género (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo II
Un tratado de moral no debe ser una pura teoría, sino ante todo un tratado práctico (…) el hombre que a todo teme, que huye y que no sabe soportar ninguna contrariedad, es un cobarde; el que no teme nunca nada y arrostra todos los peligros, es un temerario. En igual forma, el que goza de todos los placeres y no se priva de ninguno, es intemperante (…) Y esto es así, porque la templanza y [37] el valor se pierden igualmente por exceso que por defecto, y no subsisten sino mediante la moderación (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo III
Inmenso influjo del placer y de la pena en el destino humano y en la virtud Un signo manifiesto de las cualidades que adquirimos, es el placer o el dolor que se unen a nuestras acciones y que las siguen. El hombre que se abstiene de los placeres del cuerpo y hasta se complace en esta reserva misma, es templado; y el que con pesar soporta esta situación, es intemperante (…) Y es que realmente la virtud moral se relaciona con los dolores y con los placeres, puesto que la persecución del placer es la que nos arrastra al mal, y el temor del dolor es el que nos impide hacer el bien. He aquí por qué desde la primer infancia, como dice muy bien Platón, es preciso que se nos [38] conduzca de manera que coloquemos nuestros goces y nuestros dolores en las cosas que convenga colocarlas, y en esto es en lo quo consiste una buena educación (…) He aquí cómo han podido definirse las virtudes: estados del alma, en que el alma misma se encuentra extraña a toda afección y en un completo reposo, definición que no es muy exacta, porque tiene un carácter demasiado absoluto, y se dejan de añadir ciertas condiciones como estas: «qué es preciso hacer» o «qué no es preciso», o bien «cuándo es preciso», y otras modificaciones que se pueden concebir fácilmente. Por lo tanto, debe sentarse en principio, que la virtud es aquello que debe prepararnos respecto de los dolores y de los placeres de tal manera, que nuestra conducta sea la mejor posible; y que el vicio es precisamente todo lo contrario. He aquí ahora una observación, que nos hará comprender más fácilmente todas las que preceden. Hay tres cosas que se deben buscar; hay igualmente tres de que debemos huir; debe buscarse el bien, lo útil, lo agradable; debe huirse de sus tres contrarios, el mal, lo dañoso y lo desagradable (…) Hemos probado, pues, que la virtud no se ocupa en el fondo más que de los placeres y de los dolores; que se acrecienta mediante las causas que la hacen nacer; que se destruye por estas mismas causas cuando su dirección cambia; y que obra y se ejercita sobre estos mismos sentimientos de donde procede. Tales son los principios que acabamos de afirmar.
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo V
Teoría general de la virtud Una vez fijados todos estos puntos, indicaremos lo que es la virtud. Como en el alma no hay más que tres elementos: las pasiones o afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas o hábitos, es preciso que la virtud sea una de estas tres cosas. Llamo pasiones o afecciones, al deseo, a la cólera, al temor, al atrevimiento, a la envidia, a la alegría, a la amistad, al odio, al pesar, a los celos, a la compasión; en una palabra, a todos los sentimientos que llevan consigo dolor o placer. Llamo facultades a las potencias que hacen que se diga de nosotros, que somos capaces de experimentar estas pasiones; por ejemplo, de encolerizarnos, de afligirnos, de apiadarnos. En fin, entiendo por cualidad adquirida o hábito la disposición moral, buena o mala, en que estamos para sentir todas estas pasiones. Así, por ejemplo, en la pasión de la cólera, si la sentimos demasiado viva o demasiado muerta, es una disposición mala; si la sentimos en una [42] debida proporción, es una disposición que se tiene por buena. La misma observación se puede hacer respecto a todas las demás pasiones. De aquí se sigue, que ni las virtudes ni los vicios, hablando propiamente son pasiones. Por el pronto y en realidad no se nos llama buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta nuestras virtudes y nuestros vicios (…) Concluyamos, pues, diciendo, que si las virtudes no son pasiones, ni facultades, no pueden ser sino hábitos o cualidades (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo VI
De la naturaleza de la virtud (…) la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual sabrá realizar la obra que le es propia (…) En toda cuantidad continua y divisible, pueden distinguirse tres cosas: primero el más; después el menos, y en fin, lo igual; y estas distinciones pueden hacerse o con relación al objeto mismo, o con relación a nosotros. Lo igual es una especie de término intermedio entre el exceso y el defecto, entre lo más y lo menos. El medio, cuando se trata de una cosa, es el punto que se encuentra a igual distancia de las dos extremidades, el cual es uno y el mismo en todos los casos. Pero cuando se trata del hombre, cuando se trata de nosotros, el medio es lo que no peca, ni por exceso, ni por defecto; y esta medida igual está muy distante de ser una ni la misma para todos los hombres (…) Y así, todo hombre instruido y racional se esforzará en evitar los excesos de todo género, sean en más, sean en menos; sólo debe buscar el justo medio y preferirle a los extremos. Pero aquel no es simplemente el medio de la cosa misma, es el medio con relación a nosotros (…) He aquí por qué se dice muchas veces, cuando se habla de las obras bien hechas y se las quiere alabar, que nada se las puede añadir ni quitar; como dando a entender, que así como el exceso y el defecto destruirían la perfección, sólo el justo medio puede asegurarla (…) Hablo aquí de la virtud moral; porque ella es la que concierne a las pasiones y a los actos del hombre, y en nuestros actos y en nuestras pasiones es donde se dan, ya el exceso, ya el defecto, ya el justo medio. Así, por ejemplo, en los sentimientos de miedo y de audacia, de deseo y de aversión, de cólera y de compasión, en una palabra, en los sentimientos de placer y dolor se dan el más y el menos; y ninguno de estos sentimientos opuestos son buenos. Pero saber ponerlos a prueba [45] como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las personas, según la causa, y saber conservar en ellas la verdadera medida, este es el medio, esta es la perfección que sólo se encuentra en la virtud. Con los actos sucede absolutamente lo mismo que con las pasiones: pueden pecar por exceso o por defecto, o encontrar un justo medio. Ahora bien, la virtud se manifiesta en las pasiones y en los actos; y para las pasiones y los actos el exceso en más es una falta; el exceso en menos es igualmente reprensible; el medio únicamente es digno de alabanza, porque el sólo está en la exacta y debida medida; y estas dos condiciones constituyen el privilegio de la virtud. Y así, la virtud es una especie de medio, puesto que el medio es el fin que ella busca sin cesar. Además, puede uno conducirse mal de mil maneras diferentes; porque el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han representado los pitagóricos; pero el bien pertenece a lo finito, puesto que no puede uno conducirse bien sino de una sola manera. He aquí cómo el mal es tan fácil y el bien, por lo contrario, tan difícil; porque, en efecto, es fácil no lograr una cosa, y difícil conseguirla. He aquí también, por qué el exceso y el defecto pertenecen juntos al vicio; mientras que sólo el medio pertenece a la virtud (…) la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad (…) es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto (…) Por lo demás, es preciso decir, que ni todas las acciones, ni todas las pasiones son indistintamente susceptibles de este medio. Hay tal acción, tal pasión, que con sólo pronunciar su nombre, aparece la idea de mal y de vicio: como por ejemplo, la malevolencia o tendencia a regocijarse del mal de otro, la impudencia, la envidia; y en punto a acciones, el adulterio, el robo, el asesinato (…) Respecto de estas cosas, por tanto, nunca hay medio de obrar bien; sólo es posible la falta. En los casos de este género indagar lo que es bien y lo que no es bien, es cosa inconcebible; como, por ejemplo, en el adulterio, averiguar si ha sido cometido con tal mujer, en tales circunstancias, de tal manera; porque hacer cualquiera de estas cosas es, absolutamente hablando, cometer un crimen. Es como si uno imaginara que en la iniquidad, en la cobardía, en la embriaguez, podía haber un medio, un exceso y un defecto; porque entonces sería preciso que hubiese un medio de exceso y de defecto, y un exceso de exceso, y un defecto de defecto. Pero así como no hay exceso ni defecto para el valor y para la templanza, porque en ellos el medio es, en cierta manera, un extremo; en igual forma no hay para estos actos culpables, ni medio, ni exceso, ni defecto; sino que de cualquier manera que se tome, siempre es criminal el que los cometa; porque no es posible que haya un medio, ni para el exceso, ni para el defecto, como no puede haber ni exceso ni defecto para el medio (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo VII
Aplicación de las generalidades que preceden a los casos particulares (…) Obsérvase que el valor ocupa un término medio entre los dos sentimientos de temor y de resolución. En cuanto a los dos excesos, el uno, que se refiere a la falta de todo temor, no ha recibido nombre en nuestra lengua, porque hay muchas cosas que el uso ha dejado sin él; mas si nos fijamos en el exceso de resolución, encontramos que al hombre, que da pruebas de ello, se le llama temerario. El que adolece de un exceso de temor o de una falta de resolución, es un cobarde. Para los placeres y para los dolores, no para todos sin excepción y menos aún para todos los dolores que para todos los placeres, el medio es la templanza, el exceso es la incontinencia. En cuanto a los que pecan por defecto en materia de placeres, son bien contados, y así no se les ha dado nombre especial. Démosles, si se quiere, el de insensibles. Con respecto a dar o recibir cosas o riquezas, el medio es la liberalidad; el exceso y el defecto son la prodigalidad y la avaricia (…) En punto a honores o a gloria y a la oscuridad, el medio es la grandeza de alma; el exceso en este género puede llamarse insolencia; el defecto, bajeza de alma (…) Se pueden, en efecto, desear los honores y la gloria hasta un punto regular; pero también se les puede desear demasiado, o no desearlos nada. Al que los desea excesivamente se le llama ambicioso (…) Para la cólera se pueden distinguir, como acabamos de hacer para la liberalidad, los tres términos: exceso, defecto, medio. Pero como ninguno de estos matices, o casi ninguno, tiene nombre especial, nos limitaremos a decir, que el hombre que en este género ocupa el medio entre los dos extremos, se le llama hombre dulce, y la cualidad intermedia, dulzura. De los dos caracteres extremos, el que peca por exceso se llama carácter irascible, y al vicio que muestra se llama irascibilidad. El que peca por defecto podemos decir que es el carácter flemático, que jamás siente la cólera; y el defecto se llamará flema, que no permite nunca el encolerizarse (…) Los tres se refieren igualmente a las relaciones sociales y comunes, que crean entre los hombres sus palabras y sus actos (…) Pueden reconocerse igualmente medios en las emociones y en todo lo concerniente a ellas. Y así la modestia no es una virtud; y sin embargo es objeto de nuestras alabanzas, así como lo es el hombre modesto. Así es que en estas afecciones se puede distinguir igualmente el hombre que se mantiene en el verdadero medio. El que experimenta con exceso estas emociones, de todo se ruboriza; y en cierta manera se le advierte como embarazado. El hombre que, por lo contrario, peca en esto por defecto y que por nada absolutamente se ruboriza, es un hombre impudente. El que sabe ocupar un punto medio entre estos excesos es un hombre modesto (…)
Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo VIII
Oposición de los vicios extremos entre sí y con la virtud que ocupa el medio (…) Así el hombre valiente parece temerario, si se le compara con el cobarde; y parece cobarde al lado del temerario. En igual forma el hombre templado parece desarreglado, si se le compara con el insensible a quien nada conmueve; él parece a su vez insensible con relación al desarreglado. El liberal parece pródigo respecto del avaro; y avaro relativamente al pródigo (…) las cosas que están entre sí lo más lejos posible se las llama contrarias, y lo son tanto más cuanto más lejanas están. En su relación con el medio, tan pronto es el defecto como el exceso lo más opuesto (…) He aquí una de las causas antes indicadas y que nace de la naturaleza misma de la cosa. Veamos la segunda que no procede sino de nosotros. Las cosas hacia las cuales nos sentimos más naturalmente arrastrados, nos parecen más contrarias al medio prudente en que convendría mantenerse. Así es que nuestra naturaleza nos lleva más vivamente hacia los placeres; y por esta causa nos vemos más fácilmente inclinados a la intemperancia que a la reserva y a la sobriedad; de aquí que tengamos por más contrarias al justo medio las cosas a las que nos sentimos inclinados a abandonarnos. Y por esto la incontinencia, que es un exceso, es más contraria a la templanza que la completa insensibilidad (…) Moral a Nicómaco · libro segundo, capítulo IX
Dificultad de ser virtuoso y consejos prácticos para serlo Hemos visto que la virtud moral es un medio; y sabemos cómo lo es, es decir, que es medio entre dos vicios, el uno que lo es por exceso y el otro por defecto. Se ha visto además, que este carácter de la virtud nace de que ella aspira sin cesar a este prudente término medio en todo lo que se refiere a las pasiones [53] y a los actos del hombre (…) Así es que el encolerizarse está al alcance de todo el mundo, y es cosa tan fácil como derramar dinero y hacer gastos con profusión. Pero saber a quién conviene darlo, hasta qué cantidad, en qué momento, por qué causa, de qué manera, este es un mérito que no contraen todos y que es difícil poseer. Y he aquí por qué el bien es a un tiempo una cosa rara, laudable y bella. El primer cuidado del que quiera aspirar a este justo medio, ha de consistir en alejarse del vicio que sea más contrario; pudiendo traerse aquí a cuento el consejo de Calipso[1]: «Dirige tu nave tan lejos como puedas de estos escollos y de este humo» (…) Y así, deberemos estudiar bien las tendencias que advirtamos como más naturales en nosotros; porque la naturaleza nos las da muy diversas; y lo que nos obligará a conocerlas, serán las emociones de placer y dolor que sentiremos. Será preciso que nos inclinemos en sentido contrario; porque alejándonos con todas nuestras fuerzas de la falta que tememos, nos colocamos en el medio, a la manera que sucede cuando se quiere enderezar un palo torcido. El peligro de que es preciso guardarse siempre con el mayor cuidado es el placer; porque en semejantes casos no somos nunca jueces incorruptibles (…) Es cierto que es punto difícil, y lo es sobre todo en la práctica ordinaria de las cosas; por ejemplo, es obra difícil determinar de antemano con precisión, cómo, contra quién, por qué motivos, por cuánto tiempo conviene encolerizarse; porque tan pronto debemos alabar a los que se abstienen de hacerlo, de los cuales decimos que están llenos de dulzura (…)
[1] Confusión de Aristóteles. No es Calipso, sino Circe en la Odisea, canto XII, V. 219
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo primero
La virtud sólo puede aplicarse a actos voluntarios(…) en las cosas involuntarias lo que procede es el perdón, y a veces la compasión (…) Deben mirarse como involuntarias todas las cosas que se hacen por fuerza mayor o por ignorancia. Se hace una cosa por fuerza mayor, cuando la causa es exterior y de tal naturaleza, que el ser que obra y que sufre no contribuye en nada a esta causa: por ejemplo, cuando nos vemos arrastrados por un viento irresistible (…)¿Cuáles son, por tanto, los actos que deben declararse involuntarios y forzosos? ¿Debe decirse de una manera absoluta, que un acto es siempre forzado, cuando la causa está en las cosas de fuera y cuando el agente no contribuye a él en nada? (…) No se puede sostener por otra parte que el placer y el bien nos fuerzan, y que ejercen sobre nosotros un imperio irresistible en calidad de causas exteriores; porque de ser así, todo en nosotros sería obligado y forzado, puesto que en tanto que existimos, todo cuanto hacemos es debido a estos dos móviles, y lo hacemos ya con dolor, si es por fuerza y contra voluntad, ya con gran gusto, cuando en ello encontramos placer. Y sería ciertamente cosa graciosa atribuirlo a causas exteriores, en lugar de imputarlo a sí mismo, cuando uno se deja arrastrar fácilmente por estas seducciones, atribuyéndose a sí todo el bien y echando la culpa al placer de las faltas que se cometen. Forzado e involuntario sólo es aquello que procede de una causa exterior, sin que el ser que es cohibido y obligado entre en ello absolutamente para nada (…)
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo II
Continuación del mismo asunto: segunda especie de cosas involuntarias(…) también es posible señalar una diferencia entre hacer una cosa por ignorancia, y hacerla ignorando lo que se hace. Así, en la embriaguez, en la cólera, no puede decirse que uno obra por ignorancia; se obra sólo bajo el imperio de estas disposiciones; no se obra con conocimiento de causa; y antes por el contrario se obra ignorando lo que se hace. Así, todo ser malo ignora lo que es preciso hacer y lo que conviene evitar; porque a causa de una falta de esta especie es por lo que los hombres cometen injusticias y, hablando en general, son viciosos (…) tampoco es la ignorancia en general a la que debe acusarse, por más que bajo esta forma se produzca ordinariamente la censura; sino a la ignorancia particular, especial para las cosas y en las cosas a que se aplica la acción de que se trata: dentro de estos límites puede tener lugar, ya la compasión, ya el perdón; porque el que ejecuta alguna de estas cosas culpables sin saber que las hace, obra involuntariamente (…) Por lo tanto, si el acto involuntario es el que nace de fuerza mayor o de ignorancia, es claro que el acto voluntario deberá ser aquel cuyo principio esté en al agente mismo, el cual conoce los pormenores de todas las condiciones que su acción encierra. Y así no hay razón para llamar involuntarios a los actos que nos obligan a ejecutar la cólera y el deseo (…) Por otra parte sería quizá un error grave llamar involuntarias a cosas que debemos desear tener. Por ejemplo, ¿no hay ciertos casos en que es preciso saber montar en cólera? ¿No hay ciertas cosas que conviene desear, como la salud y la ciencia? Las cosas realmente involuntarias son penosas; por el contrario, las que se desean son siempre agradables. Además ¿es cosa que los errores del razonamiento y los del corazón son igualmente involuntarios? ¿Dónde está la diferencia entre unos y otros? ¿No debe huirse de igual modo de ambos? Las pasiones, que la razón no guía, no pertenecen menos a la naturaleza humana, lo mismo que las acciones inspiradas al hombre por la cólera y el deseo. Concluyamos, pues, que sería verdaderamente un absurdo declarar que estas cosas no están sometidas a nuestra voluntad.
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo III
Teoría de la preferencia moral o intención(…)Ante todo, la preferencia moral o intención es ciertamente una cosa voluntaria; si bien la intención no es idéntica a la voluntad, la cual se extiende a más que aquella. Así, los niños y los demás animales tienen indudablemente una parte de voluntad; pero no tienen preferencia, ni intención racional. Podemos muy bien llamar voluntarios a ciertos actos espontáneos y súbitos; pero no diremos que son resultado de una preferencia reflexiva o intencionada (…) El intemperante, que no sabe dominarse, obra movido por el deseo; no obra con intención y preferencia. Por lo contrario, el hombre templado obra con intención, con una preferencia reflexiva; no obra por el impulso de sus deseos (…) La intención, la preferencia moral, tampoco es la voluntad, [62] si bien parece muy cercana a ella. La intención reflexiva jamás se dirige a cosas imposibles; y si alguno dijera que prefiere y escoge estas cosas con intención, se le tendría por un demente. Por lo contrario, la voluntad puede dirigirse hasta a las cosas imposibles; y bien puede querer el hombre, por ejemplo, la inmortalidad (…) Añádase a esto, que la voluntad, el deseo, mira sobre todo al objeto a que se dirige; la intención, la preferencia reflexiva, considera más bien los medios que pueden conducir a ese objeto. Así nosotros deseamos, queremos la salud; pero escogemos con una intención reflexiva los medios que pueden dárnosla; deseamos, queremos ser dichosos, y decimos muy bien que queremos serlo; pero no podríamos decir, hablando en razón, que tenemos la intención de serlo. Esto nace, repito, de que la intención sólo se aplica evidentemente a las cosas que dependen de nosotros (…) es voluntaria; pero todo acto voluntario no es un acto de intención, un acto de preferencia dictado por la reflexión. ¿Será preciso confundir la intención con la premeditación, con la deliberación que precede a nuestras resoluciones? Si, sin duda; porque la preferencia moral, la intención, va siempre acompañada de razón y de reflexión; y la palabra misma que la designa prueba bastante que escoge ciertas cosas prefiriéndolas a otras.
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo IV
De la deliberación¿Se puede deliberar sobre todas las cosas sin excepción? ¿Es todo asunto de deliberación? ¿O bien hay ciertas cosas respecto de las que la deliberación no es posible? Téngase en cuenta que el objeto de la deliberación de que hablo, no es el objeto sobre que pueda deliberar un imbécil o un demente; sino sólo el objeto sobre que delibera un hombre que está en el pleno goce de su razón (…) Tampoco es posible deliberar sobre las cosas que son tan pronto de una manera como de otra; por ejemplo, las sequías y las lluvias (…) porque nada de esto puede producirse mediante nuestra intervención ni depende de nosotros (…) No deliberamos sino sobre cosas que están sometidas a nuestro poder; y estas son precisamente todas aquellas de que hasta ahora no hemos hablado. La naturaleza, la necesidad, el azar, es cierto que pueden ser causas de muchas cosas; pero es preciso contar además con la inteligencia y todo lo que se produce por la voluntad del hombre. Los hombres deliberan, cada cual en su esfera, sobre las cosas que se creen capaces de poder hacer. En las ciencias exactas, independientes de toda arbitrariedad, no ha lugar a deliberar; por ejemplo, en la gramática, donde no hay ni alternativa ni incertidumbre posible sobre la ortografía de las palabras. Pero deliberamos sobre las cosas que dependen de nosotros, y que no son siempre invariablemente de una sola y misma manera (…) La deliberación se aplica especialmente a las cosas que, estando sometidas a reglas ordinarias, son, sin embargo, oscuras [65] en su desenlace particular, y respecto de las cuales nada se puede precisar de antemano. Estas son las cosas para las que, cuando son importantes, llamamos en nuestro auxilio consejeros más ilustrados que nosotros, porque desconfiamos de nuestro solo discernimiento y de nuestra insuficiencia en los casos dudosos. Por lo demás, no deliberamos en general sobre el fin que nos proponemos, sino más bien sobre los medios que deben conducirnos a él (…) Si llega a convencerse de que la indagación es imposible, renuncia a ella; como, por ejemplo, cuando uno tiene necesidad de dinero y ve que no puede proporcionárselo. Pero si la indagación parece posible, entonces se esfuerza por llevarla a cabo; y colocamos entre las cosas posibles todas aquellas que podemos hacer por nosotros mismos o por medio de nuestros amigos; porque lo que hacemos por ellos es en cierta manera hecho por nosotros, puesto que en nosotros se encuentra el principio de su acción. Unas veces buscamos en las deliberaciones los instrumentos; otras el uso que debe hacerse de ellos; y en todas ocasiones lo que se busca, es ya el medio que debe emplearse, ya la manera con que debe conducirse, ya la persona que deberá intervenir. [66] Así, pues, siempre es el hombre, como acabamos de decir, el principio mismo de sus actos; la deliberación recae sobre las cosas que puede hacer; y los actos tienen siempre por objeto otras cosas distintas de ellos mismos. Por consiguiente, no es sobre el fin mismo sobre que se delibera, sino sobre los medios que pueden conducir a él (…)
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo VI
La virtud y el vicio son voluntarios(…) la virtud depende de nosotros, y en igual forma el vicio depende también de nosotros, porque, en efecto, si depende de nosotros el obrar, lo mismo depende el no obrar, y donde podemos decir no, lo mismo podemos decir sí. Por consiguiente, si ejecutar un acto, que es bueno, depende de nosotros, de nosotros dependerá también no ejecutar un acto que es vergonzoso; y a la inversa, si no hacer el bien depende de nuestra voluntad, hacer el mal dependerá igualmente (…) La misma severidad muestran en todos aquellos casos en que la ignorancia procede de negligencia, por creer que depende del individuo el salir de la ignorancia, poniendo de su parte los medios necesarios para cumplir con su deber (…) Los actos repetidos, de cualquier género que sean, imprimen a los hombres un carácter que corresponde a estos actos, lo cual puede verse evidentemente por el ejemplo de todos los que se dedican a cualquier ejercicio o trabajo, pues llegan a poder consagrarse a ello constantemente. No saber que en todas materias los hábitos y las cualidades se adquieren mediante la continuidad de actos, es un error grosero propio de un hombre que no conoce ni siente absolutamente nada (…) Es lo mismo que cuando se lanza una piedra, que no es posible detenerla después de desprendida de la mano; y sin embargo, de nosotros dependía solamente lanzarla o no lanzarla, porque el movimiento inicial estaba a nuestra disposición (…)
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo XII
Más sobre la templanza. Entre los deseos que pueden apasionar al hombre, unos son evidentemente comunes a todos los seres; otros nos son particulares y adquiridos como resultado de un acto de nuestra voluntad que nos los impone (…) Pero no experimentan todos indistintamente tales o cuales deseos, porque no tiene todo el mundo los mismos gustos; y he aquí cómo en esto ya se descubre que hay algo que es nuestro (…) En cuanto a los dolores, no basta, como en el valor, saber sufrirlos para merecer el título de templado; y no saber sufrirlos, para merecer el de intemperante. El intemperante en este caso es el hombre que se aflige más de lo regular por no tener lo que [86] le satisface; y en este sentido puede decirse que es el placer el que causa su pena. De otro lado se granjea el nombre de templado y de prudente aquel a quien no afligen la ausencia del placer y la privación que sufre (…) El hombre prudente y templado sabe mantenerse en el medio conveniente; no gusta de esos placeres que apasionan tan violentamente al intemperante; y siente más bien repugnancia a semejantes desórdenes (…) usca con mesura y de una manera conveniente todos los placeres que contribuyen a la salud y al bienestar; aprovecha los demás que no dañen a estos, y que no son inconvenientes, ni están fuera del alcance de su fortuna (…)
Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo XIII
Comparación de la intemperancia con la cobardía. Es preciso, pues, que los deseos sean siempre moderados, poco numerosos y que no tengan en sí nada que sea contrario a la razón.
Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo III
De la magnanimidad(…) El magnánimo no tiene gusto en despreciar los pequeños peligros; ni busca tampoco los peligros ordinarios, porque son muy pocas las cosas que su alma estima (…) Siendo capaz de hacer el bien a los demás, se avergüenza del bien que los demás puedan hacerle, porque hay superioridad en el primer caso e inferioridad en el segundo. Por consiguiente da más que recibe, pues de esta manera el que le haya hecho un servicio, le deberá algo a su vez y le quedará obligado (…) También es propio del carácter del magnánimo no recurrir a [104] nadie, o por lo menos no hacerlo sin pena; servir a los demás por lo contrario con todo empeño; manifestarse grande y altivo para con los que están constituidos en dignidad y viven en la prosperidad; y mostrarse benévolo para con los de mediana condición (…) Es también completamente sincero; y su franqueza se muestra en el desdén con que se expresa frecuentemente. Apasionado por la verdad, la dice siempre, salvo cuando emplea la ironía, medio de que se sirve muchas veces para con el vulgo.
Tampoco puede vivir con otro como no sea un amigo; porque vivir con el que no lo sea es una especie de servidumbre; y he aquí por qué todos los aduladores tienen un carácter servil, y la gente menuda, en general, es aduladora. El magnánimo es también poco inclinado a la admiración; porque nada es grande a sus ojos. No siente resentimiento por el mal que se le haga; porque acordarse de lo pasado no es propio de un alma grande, sobre todo cuando el recuerdo recae sobre el mal recibido, y es más digno olvidarlo. No le gusta tampoco hablar con los demás porque nada tiene que decir ni de sí mismo, ni de otros. Se ocupa tan poco en oír alabanzas en su obsequio como en criticar a los demás; como no prodiga elogios, tampoco le gusta hablar mal ni aun de sus enemigos, como no sea a veces para decirlo cara a cara. Jamás se le oirá quejarse, ni descender a pedir suplicante las cosas que le hagan falta o que sean de poco interés. Ocuparse de estas miserias sólo puede hacerlo un hombre que quiera darlas [105] un gran valor. lejos de esto, va el magnánimo tras las cosas bellas y sin fruto, más bien que de las útiles y fructuosas; porque este gusto cuadra mejor a un corazón independiente que se basta a sí mismo. El porte del magnánimo tiene algo de pausado; su voz es grave; su palabra sentada. Cuando sólo se siente interés por un pequeño número de cosas, no se manifiesta apuro ni impaciencia; porque el alma que no encuentra nada grande en este mundo, no muestra ardor por nada. La vivacidad del lenguaje y el apresuramiento en las acciones atestiguan en general sentimientos de cierto orden, que el corazón del magnánimo no experimenta.